Sub Diego


Que nunca llueve en el sur de California no se lo ha creído jamás mucha gente pero, lo que es hoy, no lo quiere siquiera Albert Hammond. Arde Malibú, que es un lugar que desde Europa parece más glamouroso de lo que realmente es, pero aún así suena mejor al oído que el Arde París que cantaba aquella en la Casa de Cristal del Retiro madrileño. Las lenguas de fuego suben por las colinas que -supuestamente- protegen a San Diego de la explanada que se extiende desde su sur hasta, como cerca, el canal; y yo recuerdo los tebeos de Aquaman en los que San Diego era destrozada por una invasión alienígena y sus supervivientes adquirían la habilidad de respirar bajo el agua. Hoy, tampoco eso se lo cree nadie. Nunca llueve en el sur de California pero, por favor, por Dios, que llueva hoy.
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Antes del 11S era un lugar común el decir y el creer que Nueva York no era los Estados Unidos -y viceversa-, pero hoy la perogrullada de la ubicación bastarda es propiedad de California. Ese es el clima mediterráneo, las naranjas y el español. Los montes de postes y cables en las intersecciones de ciudades o pueblos con nombres de santos. Los papeles sucios que rodean los remolques en los que puedes comprar burritos, tamales y hot dogs. La alternancia de Goya y el Six Flags en los carteles de los pulpos de las autopistas. Los molinos de viento que flanquean La Quince, y un dependiente mexicano que no da las gracias al aceptar moneda europea con la que seguir decorando el mostrador de su colmado. Hubo un terremoto en algún lado del Mojave, pero ni siquiera lo noté, aún estando despierto.

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