Vanity Fair


Uno de tantos, de evidentes, síntomas inequívocos de que me hago mayor, es el sufrir el peso innegable de "las cosas". Tengo muchas cosas, acumuladas durante mis años, mis casas, mis viajes y mis manías. Han pasado nueve ó diez días desde que el pintor acabó su trabajo y recogió sus aperos y se fue, dejando tras de sí una casa blanca como residencia de embajador. Pero es ahora, casi trescientas horas después, cuando todo -mis cosas, sus cosas, ellas- ha encontrado su sitio, apropiado ú obligado, pero su sitio.

Y digo ahora porque ahora ha sido cuando he reubicado lo que quedaba por reubicar, un hatillo de cosas que habían dando tumbos -por el cenicero grande, por la esquina de mi mesa, por una o tres baldas- por toda la casa blanca. Un rollo de celo; una funda de cuero para guardar tarjetas de memoria; un ticket de una tienda de la Via Cesare de Milán; un estuche de una óptica de Sevilla -nunca he estado en Sevilla- con unas gafas de sol a las que se las ha caído -no por el uso- un cristal; y un album de fotos pequeño, comprado en algún pionero de los bazares chinos, feo y verde, en el que hay un puñado de fotos que nunca merecieron el honor de pasar al album grande ni, muchísimo menos, el esfuerzo de ser escaneadas.

Estoy más delgado y con el pelo más largo, que no quiere decir menos calvo. Un cigarrillo, imprescindible, en la mano izquierda. Gesticulo vehementemente: la mesa está llena de latas supongo que vacías de Busch, una caja de Tamal Clásico y unas bananas. A mis pies, la perra de Marcos, y detrás la bicicleta estática con la que se engañaba. La sesión en el dinning de Marcos son tres fotos y en las otras dos aparece Celso sentado a mi derecha, conversando. En la otra sesión, de cinco fotos, aparezco con la misma ropa posando en un outlet de Pennsylvania. Así que las fotos debieron ser tomadas el mismo día, un día de verano de hace diez años. Claro que ahora recuerdo el día: recuerdo a Marcos golpeando la troca Jeep al entrar en Lancaster, me recuerdo a mí levantando la cabeza para ver un carruaje guiado por amish, las cosechadoras inmensas que estaban paradas en las lomas sembradas. Las tiendas de mercancía barata, de ropas de tallas imposibles. ¿Marcos, Celso? ¿Cómo saber de ellos ahora? Parecía entonces que nunca se podría decir eso, "cómo saber de ellos ahora". No es culpa de la distancia, casi nunca lo es.

El aprendizaje -no sólo de los años- dice que las novelas son eso, novelas. Historias. En el mundo, en la vida, las personas aparecemos y desaparecemos sin pedirle permiso a narrador alguno. Hacemos y recibimos daño y amor sin atender a pausas dramáticas o sentido del ritmo narrativo. Marcos y Celso lo sabían. Yo también.
Sólo faltaría.

Había que pintar la casa.

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