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Yo ya no miento, ya no fumo y ya no miro el culo a las chicas: ahora reciclo el papel, colecciono cupones para una bicicleta plegable y pongo ojitos a los hijos pequeños de los amigos: se acabó el clobberin’time, ya no soy Uno de los nuestros sino Uno de los buenos y, por lo tanto, mentiría si dijera que los cartelones que unos tipos se han (iba a decir “afanado”) molestado en poner delante de mi ventana tapan una vista indigna de ser tapada. La verdad es que no. La publicidad de una marca de ventanas y de una película de animación que ya no está en cartel quita de mi vista un solar vallado en el que crecen los gatos alimentados por la loca y hierbajos tan altos y tupidos que, durante el verano pasado, un tipo vivió bajo ellos un par de semanas. Su estancia coincidió con la de un grupo de jóvenes, quienes –estos sí- se afanaron en construir un sombrero gigante con ladrillos, como esos Stetson de nachos que devora Homer Simpson. Estuvieron así un par de semanas: el vagabundo durmiendo bajo los matorrales y los jóvenes, construyendo el sombrero. Igual que siempre llega mayo, así lo hizo el buen día en que los acontecimientos se precipitaron: vino un camión con una plataforma articulada dotada de vida propia en la que había un tipo con una cámara, los jóvenes montaron una mesa, sacaron botellas de algún lado y, cuando me acordé de volver a mirar, ya no había sombrero gigante, vasos de plástico ni camión articulado. El vagabundo, cual dinosaurio, seguía allí. Y ahí se quedó hasta que le dio la gana, supongo: este es un barrio muy holandés en el que los vecinos no nos metemos en la vida de los demás, holandés hasta el punto de no tapar con cortinas la intimidad de nuestros salones y tálamos. Una utopía a lo Vermeer. Ahora, unos meses después, el solar es casi todo él una lechada de cemento en la que aparcan los coches de los trabajadores de una obra: en el medio hay otros cartelones que, orientados con más sentido comercial que el del elefante cobarde, anuncian la inminente construcción de –otra- urbanización de pisos de lujo y precios más dignos de la isla de los algonquinos que de esta –ejem- arteria capitalina. Puro Vermeer, ya digo.

Así que no es para tanto. Además, sólo veo los carteles si me levanto de mi butaca de freelanz; si no, sentado en ella, nada me impide deleitarme con el anodino perfil de este tramo final de la arteria capitalina, con sus fachadas de paneles de ladrillo visto, los rostros de urbanizaciones construidas por empresas en suspensión de pagos y entre las que se ha colado –o se ha mantenido- un edificio de trasteros, uno de los pocos que, con más de cinco años de antigüedad, quedan en pie en este barrio. Es un edificio que siempre –es decir, desde que yo recuerde: este barrio ya había sido mío antes de serlo ahora- ha estado ahí y en donde, sospeché durante meses, vivía gente: desde el día en que me mudé a esta casa agucé la vista para reconocer la bandera que tapaba una ventana de la última planta y por la que, de noche, me levantara a la hora en que me levantara, se filtraba la luz blanca y barata del fluorescente. La bandera nunca supe reconocerla: una franja roja, una blanca con algo en el medio, una franja negra. Líbano, Irak… qué sé yo. Las capitales sí me las sé casi todas, pero las banderas, no. La del condado de Clare, sí me la sé. Y la de Maryland. Y durante años, una bandera comunera me sirvió de bandeja cubre-equipajes. Creo que ahora la tiene mi cuñado.

Ahora ya sé qué ventana aislante debo comprar. Pero como no tengo bandera, no la puedo tapar. Pero sí sé qué película debo ver. La del elefante. En la esquina del solar, hasta hace unos pocos años, había un cocedero de marisco al que mi padre se empeñaba en traerme siendo yo niño. Había más cosas, pero no me acuerdo. Creo que un concesionario de la Peugeot: no estoy seguro. Algún día me comeré una magdalena y me desnucaré. Contra la ventana.

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