Las flores negras de Anselm Kiefer


Esta mañana de domingo crecen dentro de la antigua fortaleza costera árboles tronchados que son cruces, un caza armado con girasoles, la eterna llanura bohemia, una gabardina bajo una tapa de alcantarilla, ceniza, olor pintado, paisajes para después de una batalla: todo sobre plomo maleable, y sobre todo ello –el caza, la trinchera, el campo- un cielo al que le crecen las definiciones de gris y del que cuelga una escalera, o también puede que suba. La escalera, que es de Jacob, el que compró la primogenitura a un hermano por un plato de lentejas, se retuerce desde la raíz y se incrusta en un cielo de gasa sucia que contrapuntea al pastel que llega desde la puerta y los tragaluces de esta fortaleza ganada para el arte. El señor de este castillo es Anselm Kiefer, un alemán a que le bastan quince obras para remachar su nombre en la memoria del que entra a su encuentro como lo hacemos nosotros, vírgenes, sin más pretensiones que mirar arte. Sin saber nada de Kiefer, uno ve que esa tierra que pinta y golpea con plomo es una tierra asolada, alimentada de cuerpos, de derrotas y victorias sin más gloria que la que le atribuían los dementes y que arrasó, por ejemplo, la tierra de Kiefer. Nos pinta la llanura de Bohemia y sabe a guerra: luego sabremos que en Kiefer es recurrente el mirar y remirar y volver a mirar por un espejo alemán donde él descubre los añicos del Holocausto.

Saldremos conmovidos y convencidos, averiguando dónde ha estado Kiefer, dónde estará cuando viajemos por ahí. El suyo es un nombre que sirve de guante con el que dar en la cara al que nos grita, como alarde, que el arte moderno es esto, o lo otro. Para ellos nos serviría esa constelación en la que las tiras de números unidas entre sí forman un mapa sacado de otra pantalla: un sueño de controlador aéreo y, al pie, el azul. El hijo de nadie ni la borrachera del otro concibe un mundo real arrojado en una placa de treinta metros cuadrados donde el plomo, el aceite y la madera extraen un trozo de Creación de alguna sima y lo estampan ahí, para que quien quiera vea, como en la parábola. Los girasoles del estómago del caza han perdido muchas semillas en el vuelo, y los palos que Kiefer emplea convierten la sala en un majuelo atroz donde las parras están amputadas, sí, y las hileras vestidas por frases en alemán: qué pondrá en esos caminos. Desenfocamos la vista en esas perspectivas, y uno piensa como puede parir Kiefer bajo la luz del pueblecito en que vive, no muy lejos de Avignon, no muy lejos de la tierra en la que Kiefer nació y a la que pinta. Tierra machacada por la guerra, tan castigada como poco heroica, para la que el artista, claro, no concibe el sol. Los posos de lo visto nos acompañaran muchos días: como nos pasa siempre que conocemos a alguien que nos enseña cosas de las que jamás habíamos sabido, que jamás habríamos visto.

Anselm Kiefer. Obres de la col·lecció Grothe. Es Baluard, Palma. Hasta el 30 de agosto.

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