Recuerdo de Francisco Ayala


Se ha muerto Francisco Ayala. Me hizo mucha ilusión el saber de repente, un día cualquiera, que era tío o padrino de pila de JLR, uno de los mejores amigos de mi padre, y más ilusión me hizo aún cuando ese amigo me concertó una cita con él y me dijo que fuera a verle a la Academia tal día a tal hora. Allí fui, una tarde de jueves, en primavera: tampoco estoy seguro de los años que han pasado desde entonces, pero como me presenté ante él –cumpliendo todos los tópicos- con la primera novela que escribí, serán catorce, o quince. Recuerdo que yo estaba muy nervioso: seguro que llevaba chaqueta, en esa época vestía chaquetas con los bolsillos sin descoser para que no se desbocaran. También fumaba, así que lo último que haría antes de entrar en la Academia y preguntar por él sería apurar un cigarrillo. Tampoco recuerdo cuánto esperé, pero sí que no fue mucho, o apenas nada: su despacho estaba cerca del vestíbulo, a la derecha. Yendo hacia él atisbé la sala donde se reunían los académicos: caminaba y miraba con el respeto y el temor con que uno se pasea por los tanatorios o las iglesias, cuando protagoniza las ceremonias. Era antes de la media tarde: la sobremesa, las cuatro, las cuatro y media, y en el despacho don Francisco –así le llamé- no tenía encendida la luz eléctrica, y como la escena no tiene luz natural a la que le queden más de un par de horas de vida, debía ser el mes de marzo. Me pareció muy delgado, y mayor, muy mayor: me fijé en que se fijó que yo llevaba una carpeta con, pensaría con horror -presumible y acertadamente- una novela -pensaría también, presumible y acertadamente- mala. Yo iba con la lección aprendida: ya hacía tiempo que me había conmovido con La cabeza del cordero, Muertes de perro o Los ursupadores, y a pocos días de la cita, me había preocupado de saber lo mínimo que exige la educación sobre mi interlocutor. “Le gusta leer, claro” “Claro” “¿Lee en francés y en inglés? Hágalo. Lea mucho”, y no recuerdo sino muy vagamente el resto de la brevísima conversación, que a mí me pareció –aún me lo parece- un regalo inmerecido mientras tenía sobre mis rodillas la carpeta que guardaba mi novela para que él la leyera y que no me atreví -¡cómo me iba a atrever- a poner sobre su mesa. Luego, con los años, su nombre se coló en mi diccionario de uso cotidiano y me sirvió siempre para definir “intelectual”: no voy yo a descubrir ahora porqué merecía ese calificativo, ni quien diga que ese adjetivo adquiría toda la dignidad, de la que suele carecer, cuando iba asociado a su nombre. Qué pocos quedan, si queda alguno. Se ha muerto Ayala. Qué pena me da.

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