Un alcorque de París





Da igual cerca que lejos: hay tesoros en todas partes. Aparecen de repente: pueden ser bien un Auster con el que te topas y charlas en la puerta de Shakespeare & Co, bien los dos libros que un hombre saca de una caja de cartón arrumbada en un alcorque cualquiera. La caja está a medio abrir y a medio atar: el hombre sopesa los volúmenes apenas unas décimas de segundo, sin prestar atención a las portadas y los lomos, y los mete en una mochila azul, entreabierta, de pie por el peso y el volumen de los libros que, antes que estos, ha atesorado en ella. M. ya está esperando a que el semáforo dé paso a los peatones pero yo me quedo en el alcorque, curioso, lastimando no saber francés y por ello no cediendo a la tentación de meter también mi mano en la caja: lo que hay en la calle no es de nadie, y es de todos. Una verdad que el hombre ve en mis ojos, y que le hace revolver nerviosamente el fondo de la caja: se tranquiliza al oír a M. hablándome en otro idioma de en el que están escritos esos tesoros que sabe suyos. Su revoloteo frenético en el fondo de la caja no le deja reparar en la mirada codiciosa del chico joven –gafas negras de pasta, media melena rizada, perilla, olor a tabaco- que le contempla, acompañado de una chica –claramente más rotunda, claramente en absoluto interesada en rebuscar en cajas de cartón tan viejas y tan sucias como los libros que se apilan en la mochila azul del hombre.


El hombre, ahora sí, se rinde a la evidencia de que “lo que hay en la calle no tiene dueño –hay que tener muy en cuenta que, bajo estos adoquines que rodean al alcorque, estaba la playa de Mayo del 68- y no se inmuta cuando el chico, decidido, saca un par de libros de los que yo sólo veo el canto marrón oscuro e irregular del papel viejo, y el blanco nuclear de la portada, mantenido así de puro quién sabe cuántos años por estar pegado a la contraportada de otro libro. Ningún viandante presta atención a esta escena en la que ahora aparecen dos esforzados tipos que, desde un portal abierto tras de nosotros, traen al alcorque dos listones clavados entre sí que forman una ele despareja y que apoyan contra el árbol; también dejan tres cajas atadas con cordel que –sabemos todos-, están repletas de libros. El hombre no abre primero esa caja, como le correspondería –él estaba aquí antes que ninguno de nosotros. El chico aguarda cortésmente durante un par de segundos esa reacción de su rival que no llega: así que parte el cordel, levanta una de las lengüetas de cartón, mete la mano, la saca con las presas y, con la cara completamente cambiada, feliz, deja que veamos el primer volumen del montón de cuatro: un tomo en octavo y en cartoné, también con una guarda de inmaculado blanco que hace aún más estruendoso el rojo brillante, como recién impreso, de la tipografía que dice Georges Simenon. Un nombre que destaca en ese diseño anticuado de la guarda como una marca de carril en una ladera nevada, como un aldabonazo en la espalda del hombre, que estaba allí antes que cualquiera de nosotros y al que también le ha cambiado el rictus de la cara pero un poco, sólo un poco, lo suficiente para que sea ahora el joven el que no meta la mano en la caja y sea el hombre el que lo haga y el que no saque un Simenon y sí lo que para mí son cuatro pegotes de papel que –me parece a mí- no merecen siquiera el soplido para sacudirles el polvo. La chica debe pensar algo parecido porque ahora está tocando una especie de cajonera que, en algún momento, los dos tipos han dejado en el alcorque. El chico le dice algo al hombre, el hombre abre el primer libro de su montón y juntos comentan cordialmente la página de los créditos. Son dos desconocidos que comparten una pasión ante la cual uno de ellos ha derrotado a otro. La batalla ha terminado: había un trofeo que cobrarse.

No hay más que ver. Cruzamos la calle y, al llegar a la otra acera, volvemos la cabeza. Los jóvenes no están: el hombre baja del alcorque a la calzada la mochila a pulso, y cruza la calle en dirección a nosotros. Vemos a los dos tipos caminando andan hacia el portal con movimientos desacompasados. Mira qué mueble han dejado ahora, dice Ella. Una estantería que parece, desde aquí, bonita. El hombre del abrigo nos mira, se para en medio de la calzada, se cambia la mochila de mano y regresa tras sus pasos hacia el alcorque. Se ha quedado sin doblones, pero no se quedará sin cofre. Sí, hay tesoros en todas partes.

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