Los cuatrocientos disparos
No puedo tirar la primera piedra: no soy tan lego ni tan inocente como para impartir lecciones morales, escabullirme disimulando con las manos en los bolsillos mientras silbo notas inconexas, o decir ufano que, a mí, que me registren: a fin de cuentas, también para esto me ha tocado ser español. Como si fueran cuatrocientos peces garra rufa mordisqueándome los talones, así siento los cuatrocientos puntos de diferencial de la deuda patria, cabalística cifra con la que -dice la tele y la tele nunca miente, ni siquiera la TDT- comienza la cuenta atrás que anuncia el inminente desembarco de los buenos en nuestras costas -si sus servicios de inteligencia son capaces de encontrar un palmo de ella sin enladrillar o sin espetos donde poder tirar los humvees-, y así evitar que los paletos nos llevemos con nosotros al infierno el mundo tal y como lo conocemos. Ya me gustaría a mí sacudir los hombros y decir en el bar que esas cosas no van conmigo; pero, amigo, vaya que si van. A esa vaina no hemos jugado todos ni lo hemos hecho con los mismos boletos, pero es a todos a quienes se nos rompe -como el amor de tanto usarlo- la baraja: cosas que suceden por abusar de la Visa y gastar lo que no se tiene en lo que no se debe.
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