Los cuatrocientos disparos



No puedo tirar la primera piedra: no soy tan lego ni tan inocente como para impartir lecciones morales, escabullirme disimulando con las manos en los bolsillos mientras silbo notas inconexas, o decir ufano que, a mí, que me registren: a fin de cuentas, también para esto me ha tocado ser español. Como si fueran cuatrocientos peces garra rufa mordisqueándome los talones, así siento los cuatrocientos puntos de diferencial de la deuda patria, cabalística cifra con la que -dice la tele y la tele nunca miente, ni siquiera la TDT- comienza la cuenta atrás que anuncia el inminente desembarco de los buenos en nuestras costas -si sus servicios de inteligencia son capaces de encontrar un palmo de ella sin enladrillar o sin espetos donde poder tirar los humvees-, y así evitar que los paletos nos llevemos con nosotros al infierno el mundo tal y como lo conocemos. Ya me gustaría a mí sacudir los hombros y decir en el bar que esas cosas no van conmigo; pero, amigo, vaya que si van. A esa vaina no hemos jugado todos ni lo hemos hecho con los mismos boletos, pero es a todos a quienes se nos rompe -como el amor de tanto usarlo- la baraja: cosas que suceden por abusar de la Visa y gastar lo que no se tiene en lo que no se debe. 

Pasa lo mismo pero menos en otros países, me echan en cara a mí, honrado contribuyente, los señores de la TDT -que no miente, etc-, y me remueven la conciencia contándome que donde no sale el sol se atan los perros con longaniza a sedanes de alta gama, mientras que a mí, nacido en el Mediterráneo, me rodean coches de matrículas sin banderita europea -de cuando un euro valía un ecu-, y mis conciudadanos se ceban orgullosos y agradecidos en caladeros de marca blanca. Me gustaría, como a Aguirre, estremecerme ante la cólera de Dios; pero la Providencia a la que me toca encomendarme es más de esconderse bajo su mesa del saloon de Bruselas a ver si les encasquilla los Colt a los pistoleros, que no hacen caso de los lugares comunes, nos otorgan la ninguna piedad que merecemos por jugar a las pirámides, y descargan -ellos sí ufanos- sus tambores de swaps y etecés en nosotros, tramposos y humildes -más de lo que pensábamos- pianistas, hasta dejarnos hechos un colador por el que se nos transparentan las muchas miserias y por el que se nos escapan las pocas reservas de sangre, esfuerzo y sudor que teníamos. Y, por supuesto, todos y cada uno de nuestros dólares: los ganados honradamente y los que no. 

Comentarios

Carlos Olalla Linares ha dicho que…
Querido Clemente, no sólo leo en esta entrada lo que yo mismo he dicho mil veces, sino que, como ya te comenté en un correo, creo que está brillantemente escrito. Ya quisieran muchos petardos que firman columnas en diarios de 'prestigio' decir esto así. Enhorabuena.

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