Me, myself & Paesa


Me percaté de quién era y, cuando me dí la vuelta, el Super Espía seguía allí, tras de mí, aguardando plácidamente su turno en la fila del mostrador de los billetes como un runaway cualquiera -como yo-, como un madrileño cualquiera -como yo. Fuera por las ocho horas de viaje en autobús, por el sueño, por el hambre, por la resaca: fuera por lo que fuese, y por más que me llamara la atención desde que se apareció en mi campo de visión dirigiéndose hacia la fila, tardé unos segundos en reconocer a Francisco Paesa; y dí crédito, y me pareció brillante. No Cap Ferrat, no Nassau, no Phuket: la Greyhound de Cleveland, una mañana de verano con el sol recién despuntado, era sin duda territorio seguro para el hombre más buscado del país: ni a mí mismo se me hubiera ocurrido. Le miré a los ojos y él me miró a mí como si ese cruce de miradas fuera uno más en los millones que se producen cada segundo en los ascensores del mundo: lógicamente casual, inocente, anodino. Volví a mirar al frente. La docena de tipos que había delante de mí -pasajeros de mi autobús, algún chaval con pinta de haberse escapado de casa, dos amish- se cambiaban los petates de hombro, hablaban en jerga, o no hacían nada de todo eso. Alguien había encontrado la información que necesitaba y, tal vez, abandonaba para siempre la ciudad. Arrastré mis pies y seguí oliéndole, sabiéndole detrás de mí. Me daba igual. Por un instante, dejó de merecer mi atención. 

Yo era lo que parecía: un tipo oliendo a carretera -asiento de autobús, tabaco, sudor, bourbon en botella de plástico- que buscaba ATM's en puntos lo más alejados posible entre sí de los que ordeñar un dinero que pensaba no era suyo. Paesa parecía lo que no era: un jefe de planta de un Corte Inglés de buena zona -Nuevos Ministerios, el paseo Zorrilla-, un caballero español de gafas españolas, olor español, peinado español, traje español, rasgos españoles, y los dos brazos ocupados, uno con un ejemplar de la edición internacional de El país, y el otro dado a una madura señora -española, claro. Ambos formaban una pareja claramente-no-americana de mediana edad aguardando a ser atendida en la cola de la única taquilla abierta en el vestíbulo, grandilocuente y excesivo, de la terminal de la Greyhound de Cleveland. Cotidianamente relajados, como lo estaba yo. Como lo estaba Paesa, como si apenas tres semanas antes no se hubiera publicado en la prensa la esquela que anunciaba su muerte, algo que yo, a siete mil kilómetros de casa, aún no sabía. Hubo ruido allá al fondo, ante la taquilla, y volví a arrastrar los pies, haciéndome el despreocupado, intentando aparentar con mis movimientos que no era español y que, por lo tanto, no sabía quién tenía tras de mí. El olor desapareció. Y cuando me volví, ay, el Super Espía ya no estaba allí. 

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