privacidad


En 1993, dos hombres provenientes de Europa aterrizaron en el aeropuerto JFK de Nueva York. Sin ningún tipo de documentación, ni siquiera falsa. Uno de ellos fue detenido en el mismo aeropuerto, pues llevaba consigo un manual con instrucciones para fabricar bombas caseras. Las autoridades de inmigración le citaron para una vista con un juez dos semanas después. Los dos hombres dejaron el JFK y, en un taxi, se zambulleron en la marisma humana que es la capital de Occidente. Apenas un mes más tarde, seis personas morían y decenas resultaban heridas por la explosión de una furgoneta cargada de explosivos en la base de una de las torres del WTC. Las investigaciones posteriores -demasiado posteriores- sirvieron para desmantelar una célula de Al Qaeda y descubrieron, entre otras muchas y aterradoras cosas, que el hombre que nunca visitó al juez era el jefe de esa célula. Es algo que se ha hartado a contar Richard A. Clarke, que pasa por muchas cosas, pero no por un halcón. Ah, aquellos buenos viejos tiempos en los que montar en un avión en un aeropuerto estadounidense era tan sencillo y poco sospechoso como entrar en un cuarto de baño.
En 2004, aún no sé cómo, alguien consiguió de alguna manera los datos de mi tarjeta de crédito y la usó. También en ese año -y en los anteriores, y en los posteriores- encontré en un puesto del Rastro de Madrid una pila de historiales clínicos de la unidad de psiquiatría de un ambulatorio de la Seguridad Social. Mi privacidad no está en buenas manos y no merece comentarios de gurús radiofónicos.
Comprendo los temores de parte de la sociedad americana ante el anuncio de que el FBI registrará y archivará las huellas digitales completas: entre otras muchas cosas que les diferencian de la vieja -y cada día más decadente- Europa está el querer saber lo mínimo del Estado y, por supuesto, que el Estado sepa lo mínimo posible sobre ellos. Ni siquiera hay carnet de identidad. No hay apenas registros oficiales, más allá de números de la seguridad social y de licencias de conducir. Ya se sabe, americanos.
Pero, en este lado del lago, vienen los editoriales de los periódicos y, lo que es peor, las tertulias de fumadores en las puertas de los edificios. Los mismos que se pasean por el espacio Schelegen con el DNI terminan sus intervenciones con el convencimiento de que todo lo que les pasa a los americanos les está bien empleado. Personas que no recuerdan que no hace tres años murió gente de Santa Eugenia en un tren de Renfe que pagamos todos, emplean términos como fascistas o chulos para definir a gente que lo único que quiere -hay mejores métodos, tal vez; pero este no es malo- es que no entren extraños en casa con la intención de matar a la abuela. Personas que apuran el cigarrillo sin querer saber a cuántos de los familiares de la señora que cuida de sus hijos paran en los aeropuertos españoles porque han nacido en un país pobre. A esos no les piden las huellas dactilares, les piden dinero en el banco y un billete de vuelta. Y, para salvaguardar su intimidad, esas personas lo tienen fácil, realmente fácil: no ir a Estados Unidos. Obligan a muy pocos.

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