Mapa General del Mundo
Recuerdo sólo por recordar, o sólo por intentar recordar, sabiendo demasiado bien que no lo conseguiré y lamentando otra vez más todos los momentos que he perdido, o no, porque si no les recuerdo, no sabré siquiera de su existencia, aunque la sospeche y el dolor de esta melancolía perfecta funciona tan bien que casi aturde. Por eso me convenzo de que sí, de que una vez leí a Chatwin sobre esta librería, que me promete que es la librería de viajes y mapas más grande del mundo. Entro y piso con andares de astronauta, previsor y emocionado, y también oigo el bullicio amortiguado, como creo que debe oírse cuando te rodea el vacío, cuando estás aislado por cristales gruesos. Sé por qué lo hago, los porqués de esta prosodia corporal: para que el tiempo dure más, para que los estímulos y las proteínas y la sangre en los que nado en esta librería me nutran mejor. Caen sobre mí mapas, libros y viajeros, personas que miran como yo, o eso quiero creer, y eso creo. Curioseo los volúmenes apilados en las mesas con tacto de padre primerizo: crónicas de viajes, estudios sobre expediciones, reportajes, biografías de viajeros… Nombres propios que no conozco pero que hacen posible el imposible divino de que quepa el mundo entero y todo lo que contiene en una simple mesa. El Génesis era verdad y se escribe en inglés: Henry James en Italia, Shackleton en primera persona, Edith Wharton contando un año en Marrakech. Los cojo, los hojeo, los dejo en su lugar con movimientos morosos que yo guardaba para incunables y no para lo que son, unas baratas y estupendas ediciones de bolsillo en papel mediocre. Noto un aguijonazo de hambre en el estómago: soy un niño goloso metido en un cuento donde todo es chocolate y sabe que va a despertar sin haberlo comido, probado y vomitado todo. No puedo comprar lo que quiero, no cabe en mi equipaje, pero tampoco siento la pena que sentía diez ó doce años atrás, cuando arrastraba de un océano a otro mochilas de marine repletas de libros y revistas en las que, por más ropa de la que me deshiciera en Calgary, Ciudad Bolívar, o Memphis, o tantos sitios con librerías mágicas y kioscos de cuento, no habría sitio para ese dominical, ese libro de fotografías de la Colonia o mil y un papeles cuya ausencia sentía y añoro, pero que apenas recuerdo. Me sorprendo pensando en cómo no se me ocurrió, como a Cees Noteeboom, dejar por escrito que escribir es más fácil que describir: en la pared del hueco de la escalera de la librería está impreso y repartido el mundo, con su lugar y sus plantas correspondientes, y –este sí- la relación me trae el recuerdo del color rosa pálido con que se identificaban los territorios del Imperio Británico del atlas de mi niñez, ese atlas que quiero creer está en alguna caja en un desván de Castilla. En el sótano, lo primero que me saluda son muebles donde se amontonan las cartas marinas, tantas como se pueda necesitar, con la posición del atolón en el que espero no naufragar. Mapas inmensos que no sé leer de lugares que apenas puedo reconocer. Siento que no puedo más, que tengo que irme. Las proteínas rebosan por mi boca, como la de los personajes de las novelas para niños.
Cuando regreso, un par de días más tarde, sé qué dulces quiero. A los lados de la mesa grande de la primera planta, grande y poderosa como la mesa de honor de un castillo, hay cajas con mapas enrollados: la mesa misma es un mapa de la ciudad de Londres, de un par de metros de ancho por unos tres y medio de largo. En una de las góndolas de mapas de Asia, entierro mi tiempo abriendo y doblando, una y otra vez, cuantos hay de India, del país, de sus regiones, de las ciudades. Despliego también mapas de Sri Lanka y de Bangladesh. No dejo uno sin escrutar. Aún así, le pregunto por más al librero, un chaval joven, algo feo y desaliñado con pinta, claro, de universitario inglés despistado disfrutando de su año sabático: sólo echo en falta que esté quemado por el sol, como los compatriotas suyos con quienes me cruzo en la playa a la que apenas voy. Me fijo en un hombre mayor, de traje oscuro, que podría ser el profesor del librero, inclinado sobre la mesa, con gestos de gran concentración mental. Está consultando un mapa de lo que, puedo ver desde mi posición, parece Asia Central. Hago mi pregunta y me acerco a la mesa y el profesor mira concentrado, sí, un mapa de Asia Central. Me pongo al lado de dos chicos, vestidos con caras ropas deportivas, que cuchichean entre sí señalando con el dedo, sobre un mapamundi que ocupa otra parte de la mesa, Namibia y Sudáfrica. Miro por encima de sus hombros pero no señalo con el dedo: aún así, no puedo evitar trazar con la mirada una línea que recorre los puntos más lejanos entre sí en los que he estado y en los que quisiera estar y en los que estaré, y el perfil de lo trazado dibuja una shuriken: esquinas y contra esquinas y bocacalles del mundo en las que me perdí de la mano de indias y cicatrices y olores de 25 dólares y puro miedo y tantas cosas que sí que estaban ahí, bajo las mayúsculas de las capitales del mapa general del mundo, que compro y enrollo y donde caben más recuerdos de los que nunca recordaré y añoraré pero que, ahora lo sé, existen, han sido, y son míos.
Cuando regreso, un par de días más tarde, sé qué dulces quiero. A los lados de la mesa grande de la primera planta, grande y poderosa como la mesa de honor de un castillo, hay cajas con mapas enrollados: la mesa misma es un mapa de la ciudad de Londres, de un par de metros de ancho por unos tres y medio de largo. En una de las góndolas de mapas de Asia, entierro mi tiempo abriendo y doblando, una y otra vez, cuantos hay de India, del país, de sus regiones, de las ciudades. Despliego también mapas de Sri Lanka y de Bangladesh. No dejo uno sin escrutar. Aún así, le pregunto por más al librero, un chaval joven, algo feo y desaliñado con pinta, claro, de universitario inglés despistado disfrutando de su año sabático: sólo echo en falta que esté quemado por el sol, como los compatriotas suyos con quienes me cruzo en la playa a la que apenas voy. Me fijo en un hombre mayor, de traje oscuro, que podría ser el profesor del librero, inclinado sobre la mesa, con gestos de gran concentración mental. Está consultando un mapa de lo que, puedo ver desde mi posición, parece Asia Central. Hago mi pregunta y me acerco a la mesa y el profesor mira concentrado, sí, un mapa de Asia Central. Me pongo al lado de dos chicos, vestidos con caras ropas deportivas, que cuchichean entre sí señalando con el dedo, sobre un mapamundi que ocupa otra parte de la mesa, Namibia y Sudáfrica. Miro por encima de sus hombros pero no señalo con el dedo: aún así, no puedo evitar trazar con la mirada una línea que recorre los puntos más lejanos entre sí en los que he estado y en los que quisiera estar y en los que estaré, y el perfil de lo trazado dibuja una shuriken: esquinas y contra esquinas y bocacalles del mundo en las que me perdí de la mano de indias y cicatrices y olores de 25 dólares y puro miedo y tantas cosas que sí que estaban ahí, bajo las mayúsculas de las capitales del mapa general del mundo, que compro y enrollo y donde caben más recuerdos de los que nunca recordaré y añoraré pero que, ahora lo sé, existen, han sido, y son míos.
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