Mundial de fútbol


La bota pisa el cuello: imagino –solo imagino, gracias al Dios en el que no creo y la pura suerte de haber caído en Madrid- el miedo azul engarfiado en el estómago del tumbado, los tacos de plástico de la suela hincándonse en la nuez: un dolor del infierno. Pero también imagino –o supongo, o creo que hago ambas cosas y así me pienso listo, sensible y por encima de muchas cosas: soberbia de occidental, sin más- cómo el policía carga la fuerza de su muslo en el pie, sin sentirse para ello molestado por la quijada del desgraciado. Y esa pistola, y saber que nada -ni bueno ni malo: la nada más absoluta- va a suceder si el tipo del suelo no se levantara jamás.

Nosotros vivimos en un punto y aparte, comidos por el estrés, por encima de nuestras y sus posibilidades: petróleo, comida, casas, espaldas mojadas. Convencidos de que Dios, el Euro y el Amor nos salvarán de todo. A nosotros, no a ellos. Mafia contra gitanos: gana la Mafia. Hay también sitio, claro, para la codicia y el miedo; y para la mera bondad, que paga los cafés con el corazón, mientras el dinero no sale del bolsillo del otro. Allí, en ese sur en el que sólo pensábamos como escenario de la Copa del Mundo de Fútbol, merece nuestra lástima, sí, pero también nuestro alivio. De que no seamos nosotros, de que eso no nos vaya a pasar nunca. Nada va nunca con nosotros. Con nosotros van otras cosas, otros problemas: somos humanos, tan humanos que sentimos la envidia desasosegada hacia ese coche alemán, la cara de listo del niño, las tetas hormigonadas de ella: porque los vecinos de al lado son jóvenes, tienen dinero y se corren más que nosotros. O no. O sí.

Aunque sólo sea una foto, el momento captado no dejó de existir.

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