El país del agua


La lluvia, por poca que sea –insulto de lluvia de San Isidro con Asia arrasada- trae silencio a mi vida. El agua, la tierra, el fuego y el aire: los cuatro elementos de Empédocles, que no erró cuando dejó escrito que eso era todo y punto y aparte: los científicos que olían a sopa y que huyeron de la Europa de entreguerras rumbo a la Ivy League lo sabían: antes que nada, el agua. Lo sabemos los buenos y lo saben los malos: los que baldeamos las calles y regamos los geranios, quienes llevan libros santos por linternas y los chinos, que disparan plata a las nubes y anudan el río Amarillo para pasmo y asombro de nativos y atletas: tan sólo quieren dominar el agua para encharcar los campos y hacer alquitrán que asfalte la ruta de la seda. Bendita agua, maldita agua: Birmania convertida en una viñeta de tebeo malo y yo, feliz de que cuatro proverbiales gotas convenzan a los rusos de aparcar en mi acera sus excavadoras coreanas, y gastarse la soldada y la jornada del día en licor de hierbas y bocadillos de lomo. Silencio, bienhallado silencio que me cambia la cara y me provoca tanto, que me siento con fervor de fraile avilesino que me hace comprar –con gusto- el convencimiento supersticioso de que es verdad, eso de que nunca llueve a gusto de todos: que llueva hasta que regalen el agua, que lluevan cañones, como en los lagos de Irlanda, y yo que lo vea. Los niños se asombran con la nieve: en Madrid, en Buenos Aires, donde sea que no nieve. Yo, me asombro con la lluvia. Demasiado, tal vez. La lluvia me importa. Cada día más. Pienso en la lluvia como en un familiar al que no disfruto. Escribo con lluvia: me basta y me conforta la mera amenaza de lluvia. La sospecha de lluvia. No protestaré cuando descampe.

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