Fresno, CA


El aire levantaba remolinos, y algunos matojos -como los de las películas, observó ella- tropezaban en su errático viaje contra las moles de coches.

- El Dodge Caravan.

- ¿Qué?

- El Dodge Caravan. Esa camioneta roja. Me encanta.

Ella había dejado de escuchar tras oír la palabra “camioneta”. Se apretó el jersey en la cintura, y le miró a él, esperando que indicara en cual de esos locales entrar a comer algo.

- Paso de McDonalds. Vamos ahí.

El conductor del autobús -un tipo que se parecía a Morgan Freeman- les había dicho que tenían media hora para almorzar. En cuanto la última matrona hubo descendido, el chófer cerró con un movimiento seco la puerta, metió la primera velocidad haciendo crujir el embrague, y arrancó, levantando polvo y desatascando el tráfico de matojos.

Las viejas tropezaban las unas con las otras. El cemento del aparcamiento se cuarteaba, y un millón de moscas zumbaban sobre el oxidado verde del contenedor de basura. Se oía algo el ruido de los coches al pasar, desbocados, por los carriles vacíos de la Interestatal. Los aparatos del aire acondicionado no tapaban el cantar de las chicharras.

El cielo era blanco. Las últimas cincuenta millas antes de llegar habían sido una recta flanqueada de viñas, miles de viñas, a las que daban sombra otros tantos generadores de energía eólica. Los chaparrales estaban lejos. Él pensó en voz alta en lo duro que debía resultar ser un mexicano ilegal y analfabeto en esta tierra. También pensó, también en voz alta, que, por desgracia, había miles de personas que habían nacido sólo para eso: para dejarse la espalda y morir como emigrantes ilegales en el infierno de California. A ella le gustaba cuando él pensaba ese tipo de cosas. De vez en cuando, ella le pedía un beso. A él le desconcertaban esos arrebatos de sinceridad tras tantos años y tanto dolor. Siempre le cogían desprevenido: existían pero nunca estaba preparado. Los arrebatos de ella eran estridentes y sorpresivos, como los chirridos de los coches al frenar en un paso de peatones. Puro ruido y artificio: como todo lo que venía de ella, pensaba él.

- Déjate de besos.

Como si la engañara. El local estaba casi a oscuras. Se escuchaba un televisor encendido en algún sitio. El cajero era un mexicano malencarado y que miraba con miedo. Ella sacó una botella de agua y un zumo de naranja del refrigerador. Él dudó entre los Doritos y unas Lays; escogió Cheetos.

- ¿Quiere un billete chileno para la colección?

El cajero dejó de preparar la bolsa. Se quedó mirándole como si hubiera visto al diablo. El lateral de la caja registradora estaba tapado por billetes extranjeros, pegados con cinta adhesiva. Él dependiente le arrancó los dólares de la mano.

- Thank you.

Pasaron al comedor. Era muy amplio, estaba sucio y los muebles eran baratos y gastados. Ella miró con asco. En la televisión, Walter Mercado predecía a los Capricornio a toda voz. Él tuvo que esperar cinco minutos hasta que un mexicano bajito y con cara de miedo le calentó un tamal.

Le sonrió mientras se sentaba. Desenvolvió el tamal, que estaba seco y crudo. Ella le miraba, y se reía al ver su cara de asco. Él respondía acrecentando la broma.

- ¿Qué tal? -Preguntó él.

- Bien - respondió ella.

Él pensó que no había nada que decir.

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