Perro no come perro

El perro da vueltas y más vueltas alrededor nuestro: somos muy europeos para deshacernos de él a pedradas y, claro, el perro no se va sin que se sepa porqué: el pobre desgraciado -este no es lugar para un perro, este perro no ha comido bofe en la vida- tiene más hambre de la que le puede caber: se le notan las costillas y yo nunca había visto un perro que se dejara los dientes intentando abrir un coco que la marea ha traído hasta -vaya- mis pies. Un perro rodeándome en una playa desierta, con treinta grados y una humedad por encima de ochenta. Me sorprendo pensando que la combinación no me tire fulminado al suelo: yo soy más de beber cerveza en Baltimore o llevar el acelerador hasta la raya roja en las autopistas de la Europa civilizada y en los caminos de la que no, pero reconozco y disfruto que pisar un cachito de paraíso con ella merece la pena y la vida. El perro sigue y sigue y sigue y en nuestra europeidad de no pegar a los perros y pagar por ver torear hace que tenga que ser el desdentado que atiende el chiringuito quién, de una certera pedrada en el costillar, haga que el perro salga despavorido. O, como diría uno de esos novelistas orientales con la sensibilidad de un metrónomo y comparaciones imposibles, "el perro salió corriendo como corren los perros de las novelas de Cardoso Pires", y que redoblen los tambores. Entre Petrarca y Brad Meltzer, escogí a Murakami: nunca supe elegir mis lecturas de playa.
El desdentado se limpia las manos en los chores, mira cómo huye el perro y comienza a pensar que nosotros vamos a salvar su día. O no.

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