Vendimia


No soy Mandrake y no me voy a poner más misterioso de lo habitual y decir que en un lugar de Castilla confluyeron madrileños, castellanos, vascos, asturianos, un irlandés y una filipina cuando, lo que quiero contar, es que era Rueda y éramos nosotros; y que fuimos tantos que no cabíamos sentados a la mesa en la bodega de mi padre pero cupimos, y comimos, y bebimos hasta que ya no pudimos más, y pudimos mucho. Hubo ollas y vino blanco y dulces y tartas y licor destilado en casa para alimentar a los treinta que fuimos durante al menos un par de días si hubiera hecho falta; y mi cuñado, aún debiendo estar acostumbrado, no lo está, y emplea una de las seis únicas palabras que conoce en español, aún debiendo saber más, y dice “no grasias” agitando la mano izquierda a mi prima, que le pone delante de la cara media tarta de manzana hecha por ella y llevándose, mi cuñado, la mano derecha al estómago en un gesto tan reflejo como inocente como inútil: yo le digo que debería estar acostumbrado, pues siempre le pasa lo mismo cuando va a Rueda y que es a esto a lo que se refieren cuando hablan de familia mediterránea, aunque ninguno de los treinta tenga nada de mediterráneo (bueno, yo sí, y Ella también), más allá de que este desenfreno de comida, de familia, de vino, de algarabía y de carcajadas sea puro mediterráneo, puro frenesí al que no falta, tal vez y por buscar siempre la imperfección, base del mejor ateísmo, un instrumento: aunque, seguro, entre los treinta que fuimos, que somos ya para siempre, alguien sabrá tocar algo que aprendiera a tocar en un barco del que se acaba de bajar tras una vida en él, o en una escuela donde ya sólo se enseña tagalo. O tal vez no, y sólo –no es conformarse: es la dicha casi absoluta, casi divina- sepamos beber y comer y reír sin reparar en bigotes, ritos de bautismo e idiomas maternos. Puro Mediterráneo es también mi madre, esa tarde, hipnotizada de felicidad, aceptando otra copa de verdejo mirando a sus hijos y sus mujeres y sus hombres y las cuatro esquinas del mundo bajo su techo; y puro Mediterráneo sigue siendo cuando, al día siguiente, en otra tierra, miro a otra madre hipnotizada de felicidad y a su bebé, que hipa, en una casa llena de gente que viene a besar a los dos. Llueve sobre el encinar que acuna la casa: hay algo que lo envuelve todo, las risas y el hipo y las encinas y la vendimia pero no soy lo suficientemente celta para saber verlo en su conjunto y me quedo en la superficie, feliz, y me basta, aunque nunca sobre.

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