8 vents



Por décima vez retumba el insulto como una cerámica rota contra el suelo de la cocina. No lo merece. Vuelvo a insultar, me seco las manos con un paño, insulto, bufo y el milagro sucede. Sin méritos. Es una simple componenda, no más. Los insultos han merecido la pena. Me río y me alegro y por ello alumbro y me alumbran. Así que ahora toca dejar que el simbolismo salga de la botella que un amigo regaló y nos arrope y nos mezan ocho vientos de Mallorca, una isla que reclamo como mía porque uno de sus hijos es hijo mío y que está a más de mil años luz de aquí. Ocho vientos que soplan en el cuello en lo alto de este cerro desde el que oteo el horizone casi infinito. Kilómetros y kilómetros ante mí. Un viaducto y luces que guiñan muy a lo lejos. Montañas que no reconozco, como tampoco reconozco los tipos de nubes, o los árboles. En una esquina, un embalse pequeño dota a la panorámica de un aire europeo -el agua tiene, entre muchas, esa virtud: pintar de Europa- y que la entronca con otras ante las que he pasado un segundo y con las que he soñado más de catorce. En algún momento leí que los únicos hombres que son felices en este mundo son aquellos que tienen ante sí un vasto horizonte, y yo lo tengo. Sopla el viento. Hoy es cálido y acaricia. Quedan siete, catorce, todos. Hay horizonte de sobra para todos ellos. Salud, desde luego. Siempre.

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