Sonatina de Nuremberg

© Clemente Corona


Me pongo algo nervioso, rebusco la moneda que me hará su propietario. Me excita el haber encontrado algo interesante y casi regalado en un mercadillo extranjero, como a cualquiera, con el agravante bendito, Señoría, de mis años -menos de los suficientes- vendiendo en El Rastro madrileño. Acaricio el papel amarillento, palpo la partitura, guío mis dedos por sus caracteres góticos como si fueran braille, aunque no entienda una sola palabra, más allá del nombre del compositor y algunos datos sueltos de la mancheta; no está entre ellos el año de publicación. La partitura me saluda desde el futuro, enmarcada en mi estudio, como no lo están tantas otras cosas -carteles de exposiciones entubados desde hace quince años, publicidades de revistas antiguas, papeles malos: lo de siempre- que arrastro por mares desde hace, eso, quince años. 

Paso ligeramente preocupado las horas que me quedan hasta el regreso al hotel: no quiero que la partitura se arrugue, enrosco en los dedos la bolsa que la contiene, con cuidado sumo de no combar sus esquinas. Paseo por la ciudad, contemplando la capilla privada del emperador, aterrándome ante la megalomanía del dictador asesino, lamentando la existencia de cápsulas de cianuro ocultas en las dentaduras. Y comiendo, claro: mucha cerveza -aunque aquí nunca es mucha cerveza- y mucha comida -más de la cuenta-, rotundas y sabrosas raciones de carne de cerdo acompañadas de verduras y hortalizas y salsas a las que no sé cómo resistirme. 

Por fin llego al hotel, y no me quito siquiera la chaqueta antes de lanzarme al móvil a averiguar qué joya dignificará mi casa, y quién es su orfebre. Ni siquiera Google da fe de él.  No aparece su nombre. Apenas un par de líneas en la versión inglesa de la Wikipedia, algo más en la alemana, que traduzco automáticamente, y un par de artículos de mediana extensión que me descubren a un compositor de escaso talento que vio en la unción de Nuremberg como paraíso nazi la ocasión perfecta para despuntar a base de delatar a sus colegas y, por supuesto, de asesinar. Eso es todo lo que el mundo sabe de él, eso es todo lo que ha quedado de él, y ya es claramente demasiado. Eso, y copias amarillentas de sus obras arrumbadas por ahí que los turistas que no sabemos alemán compramos por un par de euros y lucimos orgullosos en nuestros estudios. La mía, he de decir, desapareció.

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