India de luxe


La sensación tenía que llegar, y llegó: ahí estaba. Ella siempre había sido consciente de que ese momento llegaría, claro, pero no le había dado más importancia de la que sospechaba que tenía: tampoco puede decirse ahora que esa manera de asomarse al abismo fuera un error, todos somos humanos. Se alisó la falda al salir del taxi y, antes de doblar la factura y guardarla –con cuidado- en la cartera, miró el precio de la carrera: algo menos de tres euros. Nada. Percibió entonces el tono ligeramente insolente en la voz del taxista segundos antes, cuando le devolvió el cambio. Menos de tres euros por una carrera de taxi en la ciudad que la vio nacer y vivir y que ya no contaba con ella como ciudadana. No hubiera tardado siquiera un cuarto de hora entre un punto y otro si los hubiera unido caminando, y además con esa sensación tan placentera que sentía, durante estos días de misión comercial, al caminar por las calles de su vida y que no era otra –ahora lo sabía- que la seguridad distante del que camina por un lugar que no es el suyo. También por eso, porque esta ciudad ya no era la suya, los chaflanes se le aparecían más armoniosos que nunca, la electricidad del suelo más estimulante que nunca, los camareros más amables que nunca. Todo, claro, porque ella ya no pertenecía a la ciudad. En la ciudad, solo un extraño hubiera tomado un taxi para cubrir esa distancia. Guardó entonces el ticket, levantó la mirada ante la mole de cristal en cuyas tripas le estaban esperando y fue entonces, solo entonces, al pensar en que en casa no había edificios así, cuando se dio cuenta de que ella, la más cool de todas, había sido absorbida por la provincia. 

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