Bailando en Innisfree
Existe un lugar en el que sus habitantes más viejos viven con la certeza de que, en el Día del Juicio Final, Dios abrasará el mundo con un beso. Y duermen con el miedo a ser raptados por duendes y hadas, aunque sepan de muchos amigos y parientes que han sido liberados siete años después, con los pies gastados, sin dedos, de todo lo que han bailado durante el cautiverio…
Ese lugar es el País de las Hadas, una prístina y salvaje esquina del noroeste de Europa: el condado de Sligo, hogar de todos los seres mágicos que en este mundo –que es Irlanda- han vivido y, también, de William B. Yeats (Dublín, 1865–Roquebrune, Francia, 1939), el más grande poeta de su tiempo, a juicio de TS Eliot, y que fue muchas cosas más: patriota, protestante en la Irlanda católica y subdesarrollada que se sacudía el yugo inglés, celebrante de ritos mágicos y druídicos, y exiliado en la Costa Azul, donde le sorprendió la muerte: porque en Sligo no le hubiera sorprendido, sino sacado a bailar. La belleza y el hálito mágico de esas tierras despertaron en el joven Yeats -que pasó parte de su niñez y los veranos en la casa de su abuela en Merville, un pueblecito del condado- las dos grandes vocaciones que marcaron su vida: la literatura y una Irlanda libre. “El lugar que realmente tuvo mayor influencia en mi vida fue Sligo”, dejó dicho: Yeats se cayó en una marmita de cuentos e historias de hadas y héroes celtas y diablos que se transforman en ejemplares del Irish Times, pero también incubó un amor desmesurado por una patria que sabía raptada y no trasladada a un País de las Hadas tomado por la felicidad más absoluta, como en las leyendas y los rumores que le dictaban las viejas de Dromahair, sino a un país arrasado por la despoblación, el hambre, la ignorancia y el despotismo británico. Yeats puso muchos ladrillos en la construcción de esa patria irlandesa que, cuando comenzó a publicar sus primeros poemarios, anunciaba ya su llegada… aún con fórceps. Y lo hizo, además, en el idioma del opresor.
Fue precisamente por eso, por “dar expresión al espíritu de toda una nación” en libros como ese El crepúsculo celta repleto de cuentos que le contaban y que descansa en el asiento trasero de nuestro Hyundai alquilado, que la Academia Sueca le distinguió con el Nóbel de Literatura en 1923. También Irlanda se crea y se recrea en esa antología de la que sobresalen papelitos de color amarillo y uno, el más grande, rojo: el que marca la página donde está el poema más conocido de Yeats: La isla del lago de Innisfree. Sí, Innisfree existe: las invenciones de John Ford para El hombre tranquilo fueron muchas, entre ellas el pueblo, pero el topónimo existe. Es el turno, entonces, de poner rumbo a Innisfree, la real Innisfree, la imagen onírica de Irlanda, hecha cuerpo en una de las islas que salpican el lago Gill, a unos kilómetros al este de Sligo, la capital del condado.
Conduzcamos al revés, sufriendo la aterradora simetría del novato, en busca de ese País de las Hadas que Yeats decía es “el decorado más salvaje y hermoso que se pueda imaginar, bajo un cielo siempre cargado y fantástico de nubes en movimiento”. Arranquemos vegetación de la cuneta con ese retrovisor izquierdo que no ubicaremos jamás y dejemos que la magia nos lleve por pasillos asfaltados -llamados en Irlanda “carreteras”- que enmarcan escenarios de leyenda celta: brumas y lagos, ruinas de piedra y casas solitarias, iglesias adustas y un clima caprichoso por malcriado; y, claro, olor a turba. Oímos respirar a las hadas y los duendes, los seinn, a quienes achacamos los hechizos del viaje: el estrechamiento del tiempo que transmuta cien kilómetros en cuatro horas, o la profusión de criaturas de fábula que se cruzan delante de nosotros: vacas y ovejas paciendo en cunetas inexistentes, ancianos rubicundos de concepciones insulares sobre la velocidad y la educación vial que gritan en gaélico, y docenas de estruendosos camiones de cuarenta toneladas, con cabinas presididas por telas de la virgen negra de Katowice, bajo cuya advocación desgasta el pedal del acelerador su conductor. Somos, de nuevo, hechizados: el trailer desbocado y el coche coreano ocupan el mismo espacio al mismo tiempo. Al mirar por el retrovisor, sólo vemos hojas de periódico suspendiéndose sobre la calzada. Suspiramos otra vez.
Si Irlanda es la belleza hecha verde, bella hasta secar las pupilas, el condado de Sligo es la hija que el padre antiguo esconde a las visitas, temeroso de Dios por engendrar tanta beldad. Sligo, la capital del condado, es una de esas pequeñas poblaciones irlandesas a las que jamás nadie verá como una ciudad: Unos pocos miles de habitantes, algún urbanita a la búsqueda de una cottage barata, carnicerías, un río de aguas negras y heladas y una mansión asomada a un puente en la que un grupo de ancianos lee con toda la tranquilidad del mundo: es la William B. Yeats Society, que organiza cursos en los que los americanos engolan el acento irlandés para recitar los poemas de From the wind among the reeds y se emocionan a la irlandesa: dejándose ahogar antes que salir las lágrimas. Abundan en Sligo los reclamos con el nombre del poeta, pero nadie parece darse cuenta, y menos que nadie las quinceañeras que, con tacones imposibles, leggins y camisetas del Liverpool, se dejan piropear por eslavos enormes como una llanura, mientras los chicos de la pandilla, pecosos y tímidos, no sacan las manos de los bolsillos. El legado de Yeats está al alcance de todos en Sligo: su alma, a unos kilómetros. Esa él quiso que descansara en una iglesita de Drumcliff, a los pies del Ben Bulben, un monte que aparece de repente desde casi cualquier sitio: una caja cuadrada de lomas verdes que refleja como un espejo demasiado bruñido la luz del sol. En una de sus laderas hay un grupo de piedras calizas que es una puerta al otro lado, que se abre cada noche y por la que salen los duendes, las hadas, las banshees y los cerdos encantados, para volver, mortales de resaca, con la compañía hipnotizada de pastores, mujeres bellas y niños que caen en el encantamiento y se dejan convencer, hambruna y abusos de la metrópoli mediante, para acompañarles a un mundo mejor, perfecto.
No hay luz más infinita que la del atardecer: allí está Innisfree. El zumbido de las abejas tapa el de nuestras pisadas sobre la gravilla del mirador. Miremos hacia la isla extasiados, como hizo Yeats hasta conseguir escribirla, hagamos lo que él hacía en el poema: permanezcamos quietos mientras oímos el agua en lo más profundo del corazón y soñamos con una choza, con la paz. Con Irlanda, con el País de las Hadas. Tengamos cuidado de no quedarnos sin dedos de los pies: es tal la felicidad que se respira en este lado del espejo, tal la perfección de la belleza que contemplamos, que Dios, el día del Juicio, además de abrasar al mundo con un beso, castigará a todos los raptados por que las almas no pueden y no deben ser totalmente felices. Y mirando a Innisfree, la felicidad es perfecta. Bailemos.
Ese lugar es el País de las Hadas, una prístina y salvaje esquina del noroeste de Europa: el condado de Sligo, hogar de todos los seres mágicos que en este mundo –que es Irlanda- han vivido y, también, de William B. Yeats (Dublín, 1865–Roquebrune, Francia, 1939), el más grande poeta de su tiempo, a juicio de TS Eliot, y que fue muchas cosas más: patriota, protestante en la Irlanda católica y subdesarrollada que se sacudía el yugo inglés, celebrante de ritos mágicos y druídicos, y exiliado en la Costa Azul, donde le sorprendió la muerte: porque en Sligo no le hubiera sorprendido, sino sacado a bailar. La belleza y el hálito mágico de esas tierras despertaron en el joven Yeats -que pasó parte de su niñez y los veranos en la casa de su abuela en Merville, un pueblecito del condado- las dos grandes vocaciones que marcaron su vida: la literatura y una Irlanda libre. “El lugar que realmente tuvo mayor influencia en mi vida fue Sligo”, dejó dicho: Yeats se cayó en una marmita de cuentos e historias de hadas y héroes celtas y diablos que se transforman en ejemplares del Irish Times, pero también incubó un amor desmesurado por una patria que sabía raptada y no trasladada a un País de las Hadas tomado por la felicidad más absoluta, como en las leyendas y los rumores que le dictaban las viejas de Dromahair, sino a un país arrasado por la despoblación, el hambre, la ignorancia y el despotismo británico. Yeats puso muchos ladrillos en la construcción de esa patria irlandesa que, cuando comenzó a publicar sus primeros poemarios, anunciaba ya su llegada… aún con fórceps. Y lo hizo, además, en el idioma del opresor.
Fue precisamente por eso, por “dar expresión al espíritu de toda una nación” en libros como ese El crepúsculo celta repleto de cuentos que le contaban y que descansa en el asiento trasero de nuestro Hyundai alquilado, que la Academia Sueca le distinguió con el Nóbel de Literatura en 1923. También Irlanda se crea y se recrea en esa antología de la que sobresalen papelitos de color amarillo y uno, el más grande, rojo: el que marca la página donde está el poema más conocido de Yeats: La isla del lago de Innisfree. Sí, Innisfree existe: las invenciones de John Ford para El hombre tranquilo fueron muchas, entre ellas el pueblo, pero el topónimo existe. Es el turno, entonces, de poner rumbo a Innisfree, la real Innisfree, la imagen onírica de Irlanda, hecha cuerpo en una de las islas que salpican el lago Gill, a unos kilómetros al este de Sligo, la capital del condado.
Conduzcamos al revés, sufriendo la aterradora simetría del novato, en busca de ese País de las Hadas que Yeats decía es “el decorado más salvaje y hermoso que se pueda imaginar, bajo un cielo siempre cargado y fantástico de nubes en movimiento”. Arranquemos vegetación de la cuneta con ese retrovisor izquierdo que no ubicaremos jamás y dejemos que la magia nos lleve por pasillos asfaltados -llamados en Irlanda “carreteras”- que enmarcan escenarios de leyenda celta: brumas y lagos, ruinas de piedra y casas solitarias, iglesias adustas y un clima caprichoso por malcriado; y, claro, olor a turba. Oímos respirar a las hadas y los duendes, los seinn, a quienes achacamos los hechizos del viaje: el estrechamiento del tiempo que transmuta cien kilómetros en cuatro horas, o la profusión de criaturas de fábula que se cruzan delante de nosotros: vacas y ovejas paciendo en cunetas inexistentes, ancianos rubicundos de concepciones insulares sobre la velocidad y la educación vial que gritan en gaélico, y docenas de estruendosos camiones de cuarenta toneladas, con cabinas presididas por telas de la virgen negra de Katowice, bajo cuya advocación desgasta el pedal del acelerador su conductor. Somos, de nuevo, hechizados: el trailer desbocado y el coche coreano ocupan el mismo espacio al mismo tiempo. Al mirar por el retrovisor, sólo vemos hojas de periódico suspendiéndose sobre la calzada. Suspiramos otra vez.
Si Irlanda es la belleza hecha verde, bella hasta secar las pupilas, el condado de Sligo es la hija que el padre antiguo esconde a las visitas, temeroso de Dios por engendrar tanta beldad. Sligo, la capital del condado, es una de esas pequeñas poblaciones irlandesas a las que jamás nadie verá como una ciudad: Unos pocos miles de habitantes, algún urbanita a la búsqueda de una cottage barata, carnicerías, un río de aguas negras y heladas y una mansión asomada a un puente en la que un grupo de ancianos lee con toda la tranquilidad del mundo: es la William B. Yeats Society, que organiza cursos en los que los americanos engolan el acento irlandés para recitar los poemas de From the wind among the reeds y se emocionan a la irlandesa: dejándose ahogar antes que salir las lágrimas. Abundan en Sligo los reclamos con el nombre del poeta, pero nadie parece darse cuenta, y menos que nadie las quinceañeras que, con tacones imposibles, leggins y camisetas del Liverpool, se dejan piropear por eslavos enormes como una llanura, mientras los chicos de la pandilla, pecosos y tímidos, no sacan las manos de los bolsillos. El legado de Yeats está al alcance de todos en Sligo: su alma, a unos kilómetros. Esa él quiso que descansara en una iglesita de Drumcliff, a los pies del Ben Bulben, un monte que aparece de repente desde casi cualquier sitio: una caja cuadrada de lomas verdes que refleja como un espejo demasiado bruñido la luz del sol. En una de sus laderas hay un grupo de piedras calizas que es una puerta al otro lado, que se abre cada noche y por la que salen los duendes, las hadas, las banshees y los cerdos encantados, para volver, mortales de resaca, con la compañía hipnotizada de pastores, mujeres bellas y niños que caen en el encantamiento y se dejan convencer, hambruna y abusos de la metrópoli mediante, para acompañarles a un mundo mejor, perfecto.
No hay luz más infinita que la del atardecer: allí está Innisfree. El zumbido de las abejas tapa el de nuestras pisadas sobre la gravilla del mirador. Miremos hacia la isla extasiados, como hizo Yeats hasta conseguir escribirla, hagamos lo que él hacía en el poema: permanezcamos quietos mientras oímos el agua en lo más profundo del corazón y soñamos con una choza, con la paz. Con Irlanda, con el País de las Hadas. Tengamos cuidado de no quedarnos sin dedos de los pies: es tal la felicidad que se respira en este lado del espejo, tal la perfección de la belleza que contemplamos, que Dios, el día del Juicio, además de abrasar al mundo con un beso, castigará a todos los raptados por que las almas no pueden y no deben ser totalmente felices. Y mirando a Innisfree, la felicidad es perfecta. Bailemos.
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