Castilian Spanish


Me siento raro y pequeño cuando leo la expresión Castilian Spanish para definir lo que hablo a casi todas horas (mis progresos con la otra lengua romance y oficial que me rodea son como el suelo del infierno para los ingleses: empedrados de buenas intenciones, y nada más). El haberme ganado la vida con –entre otras cosas- el idioma tal vez no legitima la certeza vital de que siento el que a mí me define lo que hablo: aquí y allí, en La Roca y en la otra Roca, la de Alcatraz. Entonces, ¿soy un castilian spanish? Me imagino portando un pendón morado por los pasillos de las empresas con filiales en lugares en las que se habla, a secas, el spanish. Méndez Álvaro, los ingleses y Cuzco (¿o será Cusco?): más vale honra sin barcos que barcos sin honra etc etc, y América –como París- bien valen tanto una misa como un caballo. Tanto tiempo presumiendo de castellano sin serlo que ahora, proverbialmente, tomo dos tazas: castilian spanish... A mi madre le bastaban dos minutos en su casa, bajo su cielo –bueno, de hecho le bastaba con que le saludara mi abuela al verla bajar del coche- para romper a hablar en bable, o gallego, o lo que fuera esa lengua con la que se había criado y había crecido (y que a mí me parecía una lengua cantarina y donde todo acababa en –e: abondo, deitar, cedo). Hoy, me creo que por pasar dos minutos esperando por una Corona fría en alguna cantina poblense de la Nueva España y agradeserlo disiendo grasias, el spanish adquiere un carácter eterno y a prueba de holocaustos nucleares, como las cucarachas.

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